Nadie y Ninguno es poesía del des-hacimiento, de lo que se desvanece para re-hacerse en la memoria. De lo que fue y regresa deshecho, o mejor, des-leído. Las cosas se escinden en la luz y lo ido regresa en las manchas del mantel, en un rin de bicicleta que aparece en una esquina, en enseres viejos que despiertan, en diarios abandonados, en migas sobre la mesa,
Está todo y no está. Ayer es/ hoy.
© César Seco
Foto de portada: Juancho Domínguez
Montaje electrónico: José Javier León
Depósito Legal: ZU2025000101
ISBN: 978-980-18-5934-5
Editorial Urgente


César Seco, Coro, Venezuela,1959. Poeta, ensayista y editor. En 2007, Monte Ávila Editores Latinoamericana publica Lámpara y silencio, antología poética que reúne sus libros hasta 2005. El laurel y la piedra, (1991); Árbol sorprendido, (1995); Oscuro ilumina, (1999), Mantis, (2004), El Viaje de los Argonautas y otros poemas (2006), con el que obtuvo el Premio Bienal de Poesía Ramón Palomares; posterior a estos ha publicado: El poeta de hoy día (2014), La playa de los ciegos (2014) y Retratos de la Sala (Edición digital, 2017). Mantiene varios libros inéditos. Es autor también de: Transpoética (Ensayos, 2008) y de Los colores del cielo (Cuentos, 2013). Fundador de la Casa de la Poesía Rafael José Álvarez y de la Bienal Internacional de Literatura Elías David Curiel. Director de la revista Oikos, Premio Nacional del Libro 2005, Mención Revista Cultural, reseñada en el 2006 por la revista CASA DE LAS AMÉRICAS (N° 245, pag.184). Invitado a encuentros dentro y fuera de su país, entre los que destacan: el Encuentro Internacional de la revista Poesía Valencia (2002), la Feria Internacional del Libro de La Habana (2005), el Festival Internacional de Poesía de Medellín (2006), la Fiesta Literaria Internacional de Porto de Galinhas (2007), y el Maratón de Poesía (2011), festival poético al que convoca el Teatro de la Luna, uno de los dos centros culturales de artes escénicas en español de la zona de Washington D.C. Fue homenajeado en el Festival Mundial de Poesía de Maracaibo (2013) y en el Encuentro Internacional de la Revista Poesía (2015). Colabora en las revistas digitales: Agulha (Brasil) y Analecta Literaria (Argentina). Sus poemas han sido traducidos al árabe, italiano, inglés y francés.
Cartografía
del des-hacimientoSeñuelos
para invitar a leer Nadie y Ninguno, de César Seco
Por
José
Javier León
«Todo
está lleno conjuntamente de luz y de oscura noche»
Parménides
¿Hay
todo y nada? ¿Existe una manera de estar sin estar? Ser y no ser se
encuentran y desaparecen en la hoja en blanco, en una escritura que
busca borrarse para alcanzar su definición mejor. Hay
palabras –dice César- que nos desdicen y son las que mejor nos
dicen.
En
Nadie
y Ninguno,
César Seco ausculta un lugar donde la decisión es estar en el filo,
en una esquina, en un punto en equilibrio donde la materia de
volatiliza, se convierte en borde o fisura, un allá o acá antes del
hacha o el desplome.
Un
lugar pre-sciso
donde –el tocado de noche- toma la decisión de ambular en el filón
de la duda, pisando con pie de nube la hoja que zanja el ser en dos,
el que es y el que fue, cuerpo y sombra, ayer y hoy, pasado y
presente, entidades que se topan en un siempre que ya no es y que un
abrazo recupera en un cuerpo que llega y, de un soplo, polvo es.
Tiempo aquel cuando las cosas se hacen ausencia o se deshacen en un
abrir y cerrar de ojos en el espanto súbito. Valga apuntar que es
saber antropológico que en el trance del espanto perdemos el alma.
Que por la vía del espanto el sujeto se encuentra con un universo
radicalmente diferente de su universo habitual y, por otro lado,
queda fuera de su envoltura, de su membrana protectora. No es nada
casual sino parte del fatum
poético de César, que de esta puerta que Nadie abre y Ninguno
cierra tenga una posible llave el poeta órfico Elías David Curiel.
Como también otro poeta de la Coro lunar que conoció los poderes
extractores del espanto, el poeta tutelar Rafael José Álvarez. En
una pincelada novelesca, acuarela o cromo:
Álvarez
hunde su mano pata de cabra
espeluznada
en el bolsillo de su pantalón
padrino
de casimir extranjero.
O
bien, tras una mirada perspicaz, César captura con trazo
caricaturesco la instantánea de una cara silueta:
totémico
rostro, perfil italiano:
todo
un maestro de tacones torcidos.
Quien
lo conoció, lo vio con sus medias caídas, su pelo al aire blanco
«con
su ruma de libros bajo el brazo, con su paso ágil, su tranco de
seminarista, inalcanzable», dice César de Enrique Arenas, en
remembranza que aparece en su novela inédita La
llave de arena.
Guíennos
pues dichas ánimas por algunos recovecos de este libro que –como
escribe César- «dice lo que callaba en la cerrada habitación de
mis deseos».

Nadie
y Ninguno
es poesía del des-hacimiento, de lo que se desvanece para re-hacerse
en la memoria. De lo que fue y regresa deshecho, o mejor, des-leído.
Las cosas se escinden en la luz y lo ido regresa en las manchas del
mantel, en un rin de bicicleta que aparece en una esquina, en enseres
viejos que despiertan, en diarios
abandonados, en migas sobre la mesa,
Está
todo y no está. Ayer es/ hoy.
¿Cuándo
se vuelve, adónde se vuelve? Lo que fue ya no es, es otra cosa.
Pasajeros en la brevedad de este sueño, dice César, «Algo
que se escurre en el gris desagüe de los días».
Ayer
es hoy y siempre, donde
estuve, donde seguiré estando en los pasos de Nadie.
Ética del borrarse para revelar la profundidad de la inexistencia,
como si de un recado de Dios se tratara. ¿Qué nos dice con su voz
pausada? Un libro en el que las cosas están en movimiento, son
seguidas o vigiladas. Mirada virada, a veces con algo de sigilo o
cautiva. Importa el ver y se persigue con la vista porque todo de
alguna manera está siempre a punto de desaparecer, y cuando se lo
ve, en ese instante, ya es con la nostalgia de lo irremediable, de lo
que se irá también con nosotros.
el
otro lado de la acera seguía mi
andar
un niño de mirar estrábico
Esto
es, una mirada
que no obedece a la lógica lineal,
sino que se bifurca o descentra. En la literatura mística o
visionaria, es un ojo que no mira como los demás. Camino de
inferencias que nos conducen a la mirada de Antonin
Artaud,
que se vuelve convulsiva, descompuesta, como si el cuerpo mismo no
pudiera sostener la visión del mundo. El poeta se convierte en un
médium de lo inestable.
El
mirar estrábico es también doble o en todo caso, traza paralelas,
líneas que no se tocan y devienen historias o relatos que tiene cada
uno su propia perspectiva, su propio punto de fuga. Y cuando no son
dos los que se topan en un punto de humo y se separan o esparcen, es
uno que se enlunece, una alucinación, un cuerpo vacío, por donde se
asoma una luz que ilumina las palabras o redondea las cosas para
infundirnos alguna certeza.
El
auto andando
solo
en otro lugar que no es este
donde
estás.
El
caminar, pasar y los pasos son acciones que atraviesan el libro y las
calles de ese sueño multiplicado. Son calles/ovillos deshebrados:
Unas
salen de donde otras entran, trozos
andados
y desandados tras ese alguien de
paso
lento
Son
avenidas que se deslizan a través de escondrijos por los que se
entra o sale hacia ninguna parte, callejones sin salida, por las que
un él
recordado o ya olvido, surca, atraviesa, se escurre, es o no es,
emerge, sube o baja, se pierde en
un vuelo desnudo por el aire.
Hay
una arquitectura onírica con vistas a la realidad, solo que una
realidad –de qué otra forma podría ser- que calza sus formas en
el sueño, superficies que se hunden o espejean, que se mueven
ondulando.
Un
incierto lugar
sin
techo, y no hay piso debajo y la puerta se
prolonga
más allá de la pared que te trajo al
sueño.
Es
Coro y sus calles, Vuelvan Caras, Libertad, Democracia –nombres que
apuntalan la grilla histórica de nuestro derrotero republicano-,
amén de algunos sitios icónicos donde se liba nostalgia y el sueño
de una urbe, con el recuerdo de su cabra solar y su quebrada furiosa.
Contornos que parecen físicos, que aluden a puntos en el espacio, el
cuerpo, o el tiempo, pero que se trastocan, disuelven, vacían o
borran porque pasó la página el viento en el sueño:
En
un íngrimo lugar de tus ojos hoy
llueve
ayer.
O
bien
Me
suelta
cual trozo de nube en ese lugar
con
plaza y sus árboles enlunecidos.
Una
ciudad avistada y habitada en alucinación, vivida y vívida. Plazas,
calles, esquinas, cuadras, semáforos, rayados de peatón, aceras,
todo tan real como para que el fantasma no se extravíe en medio de…
Sitios
ya
irreconocibles
y otros [que] se están
borrando
Lo
que es, sin embargo, está escrito a la medida del sueño. Una
escritura que comparece con la realidad que se borra o hace sombra.
He
aquí una clave, la
mirada y el lenguaje no revelan, interrumpen el ser de las cosas y,
en última instancia, del propio Ser. Por eso el yo en Nadie
y Ninguno
es una constante impersistencia: ya no es, es un soplo fugaz, es la
verdad que borra la mentira.
Soy,
dice
la voz que se difumina en la vidriera
el
pan letrado de tus
migas,
o bien, la tachadura, el último
borrón
en el cuaderno blanco ignorado.
Porque
en la noética
de Nadie
y Ninguno,
las cosas solo pudieran ser plenamente en su anonimato, en su
silencio o en su sombra. En Nadie
y Ninguno
evocamos a Odiseo cuando se nombra «Nadie» ante Polifemo, o el
«Ninguno» de la mística negativa. Son nombres que se niegan a ser
nombres, que rehúyen la identidad fija. Estamos en presencia de una
epistemología del anonimato, donde el conocimiento no se impone,
antes bien se deja entrever en lo que no se dice.
César
Seco despliega en Nadie
y Ninguno
novedosas coordenadas de la ruta apofática
al buscar la unión con lo divino no a través de afirmaciones, sino
mediante la negación
de todo lo que puede decirse o pensarse sobre Dios.
Una vía de silencio, despojo, y oscuridad luminosa. El verdadero
conocimiento de lo divino es un des-conocimiento,
una sabiduría que nace de la renuncia a comprender. El alma entonces
se eleva al perderse, al dejar de ser sujeto que conoce para fundirse
con lo Otro.
Subirá
a lo alto la piedra y volverá
a
descender con ella atada al cuello.
Querrá
dar voz a su torcida boca y
sólo
podrá escuchar el salivar de su
balbuceo
arrojado en la oscuridad.
En
esa noética,
las cosas no «son» cuando se nombran o se iluminan, sino cuando
permanecen en su sombra, en su silencio, en su ser sin espectáculo.
Por otro lado, es afirmación de lo inefable, una forma de saber que
no pasa por el lenguaje explícito, sino por la intuición, la
resonancia, la presencia callada.
El
nombrar no alcanza y más vale callar, como sentencia Wittgenstein,
no obstante, hay que decir que no se puede decir –con
palabras decir palabras-
y decirlo de tal manera que el decir desaparezca detrás de la
escritura. Al
hombre le basta encontrar el punto de la nada, dice
y cita César a
Vladimir
Holan.
Acaso por eso, la escritura misma toma el lugar de las cosas. Los
puntos finales cierran, los puntos suspensivos son las marcas del
cansancio, porque en el juego de espejos las palabras que no pueden
decir las cosas devienen las cosas mismas y al llegar al papel, y
desaparecer, logran lo imposible: que las cosas desaparezcan para que
aparezca el silencio primordial.
Son
palabras:
Huyendo
de significado, de manido lirismo
sostenido,
resistiendo al símbolo, solo hoja
del
cuaderno
En
lo que se va de súbito, tras lo ido, queda el silencio. Escribió
Lie Zi en El
libro de la perfecta vacuidad,
«la palabra suprema es el silencio y la suprema acción el no
actuar»
Dice
César, en eco reverberante:
Hay
palabras que nos
desdicen
y son las que mejor nos dicen.
Sujeto
poético en palabras convertido que «van,
avanzan, retroceden./ Centrífugos meteoros en fuga por el margen.»
Si
se va, habla el silencio. Es Nadie
y Ninguno
un registro somno-etnográfico del movimiento. Todo en constante
ondulación flota, se sacude, cambia de dirección, en ángulos o
esquinas de agua; o bien, con el zigzag ardiente de la iguana. Pero
lo suyo de natural es la flotación o el extravío. Cuerpos en
vacilación parpadeante, como ondas que se deslizan o tropiezan con
paredes de revoque mullido, de cal como médano blanco, superficies
que se abren y cierran como cortinas de íngrimo espesor –
la
valva del espejo que se olvida del sonido y de la noche,
dice Lezama, membrana que separa el mundo visible del invisible, lo
real de lo imaginado, lo presente de lo mítico – y, que sin
embargo, o por eso mismo, separa mundos, dimensiones, otredades u
otras-edades,
realidades del sueño que están y de pronto ya no. Siempre más allá
de la pared –paredes que no cierran- que nos abren al sueño, «más
allá de donde/ no sabemos qué es mundo y qué no».

Toma
notas en mesa ubicua este Alguien
que estuvo escribiendo hasta
dejar solo una nube en el cielo.
Presta oídos para dejar constancia del entorno caleidoscópico que
pasa y desaparece, así como del repertorio de movimientos que
convierten a Nadie
y Ninguno
en galería kinésica, archivo cinético de la materia, cristal a
través del cual las cosas se ven/están —«ahora»— en acción,
fuga, sueño.
Te
percatas que alguna vez
fuiste
pasajero en la brevedad de
este
sueño que se difumina en la
vidriera.
Hay
una suerte de plano doble, o fondo y trasfondo, donde lo que vemos
transcurre en otra instancia, en otro espacio y tiempo. Nos dice
César desde su experiencia trans-humana, que la vida está
sucediendo en otro lugar y lo que leemos en su libro es el parpadeo,
el resquicio, la grieta, un claro/oscuro, un abismo que es el vano
entre-abierto y cerrado donde el ser flota:
estoy
en una
puerta
que Nadie abre y Ninguno
cierra.
Describía
John Keats, en carta fechada en 1817, que era propio del poeta
permanecer «en medio de incertidumbres, misterios y dudas sin una
búsqueda irritable de hechos y razón». Es decir: aceptar la
ambigüedad, vivir el misterio sin tratar de imponerle sentido.
Como
lo dice César:
Su
único sentido es no hacer
negociable
lo que esa voz deja dando
tono
al silencio
O
de un modo más prosaico y con no poco humor, en el poema AUTO
La
manguera del sentido se rompió,
hubo
derrame de gasolina…
Cómo
no recordar, por otra parte, en volandas de las espirales
concurrentes, el poema de Emily Dickinson
No
soy Nadie! ¿Quién eres tú?
¿eres
tú ― Nadie ― también?
es
que hay un par de nosotros?
Dice
Carlos Surghi,
que Dickinson «desarrolla una capacidad negativa a la que podríamos
denominar la felicidad del anonimato como inscripción del verdadero
nombre: qué
triste ― ser ― Alguien!»,
dice la poeta norteamericana.
En
esa dirección, la felicidad del anonimato la experimenta el ser
poético de Roberto Juarroz cuando dice
«...el
centro de la alegría de ser alguien
es
la alegría de no serlo,
la
comprensión exacta
del
dibujo de la red que manejamos,
en
este neto oficio
de
pescadores que no pescan el pez
sino
la pérdida del pez,
hasta
llegar a pescar la propia pérdida.»
Desaparecer
para ganar la alegría, la serenidad, la ataraxia de ser y del Ser
corresponde, como vemos a una larga y extensa tradición poética en
la que César Seco participa y Ser Nadie, dice Carlos al respecto de
Dickinson, es el fin de un recorrido, el término de cierta edad de
la poesía y el comienzo de una ruta hacia la modernidad de lo
incierto que hace del poema un lugar enigmático.
Quedémonos
nosotros con el poema como ese
otro lugar distinto a donde iba y no llegué, íngrimo, incierto
lugar de lo que fue.
O más claro, entendiendo aquí claridad como el no entender
entendiendo, de San Juan de la Cruz:
El
sueño vuelve a mirarnos con
los
ojos del lugar donde nunca estuvimos.
Ambas
ideas comparten una raíz profunda: la
aceptación del misterio como vía de conocimiento.
Keats, la capacidad negativa y San Juan, la teología negativa. Ambas
posturas se oponen al impulso de dominar lo real mediante el
intelecto. En lugar de eso, proponen
una apertura radical al no-saber,
al silencio, a lo inefable.
A
media cuadra de responder vuelvo a
la
esquina de no saber,
dice César.
Cuando
se trata de llegar al silencio, César elige la fraseología
críptica, la cual transcurre en una especie de presente expandido o
estratificado, donde la experiencia fluye entre calles reales y
visiones. El tiempo verbal aquí sostiene esa vibración entre lo
vivido y lo imaginado, entre el paso y el soplo, entre la identidad
en tránsito y el misterio del «otro que me sigue». Estamos en una
presciencia
que deja escuchar al fondo el croar de una rana. «La noche va a la
rana de sus metales…», dice como anillo al dedo, Lezama, para
alojar la imagen en una dimensión sonora y simbólica: es la noche
que se dirige a la rana como si esta fuera un instrumento de
resonancia secreta. El croar sugiere sonido metálico, ritual,
alquímico, una clave susurra en el fondo de la noche conjetural,
como si la realidad misma emitiera signos que solo el oído poético
puede descifrar.
Es
la orquesta espumosa de ranas/ y sapos burbujeantes,
dice César en Nadie
y Ninguno,
o bien en un poema de otro libro, de otro registro…
la
burbuja de un batracio
respirando
su tonalidad
Es
la rana figura liminar, nocturna, oracular —y eso la acerca al
misterio y al lenguaje hermético y nos pone en la senda de Nadie
y Ninguno,
en esa suerte de condición anfibia en el que la voz poética,
arriba, entra «por
un espejo de
agua y [sale] por otro de aire»
Anfibio
y anfibológico comulgan. El
anfibio habita dos medios; la anfibología, dos sentidos.
Desde
una mirada simbólica, el lenguaje anfibológico es como el anfibio
que resbala entre significados, se sumerge en lo ambiguo y emerge en
lo polisémico. Como en la poesía barroca (Góngora o Lezama), el
lenguaje se vuelve anfibio, respira en lo literal y lo simbólico a
la vez.
Anfibio
y metamorfosis van de la mano por el sendero especular. Lo anfibio
remite a lo doble, a lo que se mueve entre aguas y tierras, entre
significados. La metamorfosis, por su parte, es el tránsito, la
transformación. Y en la senda de lo doble... el hechizo: caminar por
el espejo, recorrer el borde entre la imagen y su reflejo, entre lo
que somos y lo que podríamos llegar a ser.
En
Nadie y
Ninguno,
la canción que no escuchamos hoy,
Clama
en el agua
Y
en la piedra florece.
Es
el lugar de las transformaciones, de las metamorfosis vertiginosas:
Conoces
tú un perro que parezca
hombre
y sea en verdad perro
Para
subir de súbito y regresar a ese
otro lugar
distinto a donde iba y
no llegué.
El lugar de lo que fue, donde nos encontramos al doblar la
esquina de ayer con el cuerpo que fuimos, con el que
ya no somos, aunque estemos llegando con la luz de una certeza: Tú
y Yo somos iguales
nos
debemos a una lengua.
Hablamos
con ella cocida al paladar,
hecha
de sal y milagro.
Cerremos
este mínimo acercamiento con un poema que retrata a César, a un ser
des-leído –post-scriptum- que se desdibuja para entregarnos u
ofrendarnos una experiencia vital, una sabiduría labrada a pulso…
Pero antes… recordémoslo tal cual se lo expresó en entrevista a
José Pulido:
«La
felicidad primeramente está en buscar «la paz que sobrepasa todo
entendimiento» (Fil. 4-7), a la que nos conmina el Espíritu Santo».
Estaré
adelante en una mesa
desvanecido,
con la lumbre
del
hacha en el entrecejo. Ese
que
prefiere el silencio, dado
del
todo a su mudez / puerta
adentro.
Estaré sentado entre
palabras
que me va dejando
una
caligrafía entrecortada de
vacíos
y puntos suspensivos.